Tendida sobre el escritorio de madera antigua, espera con paciencia. Desnuda, dispuesta. La puerta se abre como cada noche, tiembla cuando oye que se cierra, el viento de otoño le sacude. Tres de la madrugada… un lecho vacío es abandonado sigilosamente. El silencio adquire la misma importancia que en una composición musical, no puede ser sustituído sin correr el riesgo de convertir la paz melódica, en ruido infernal. Inmóvil, le sinte acercarse hasta quedar sentado frente a ella, muda, sólo mira en la penumbra su rostro de semblante pensativo; tiene los ojos puestos en su vientre como un presagio. No encende la luz aún. Sus manos comienzan a acariciarla sin preámbulo, sin palabra alguna, le lleva hasta su labios, como si quisiera imprimir sus pensamientos a lo largo de esa tersa piel. Ella permite todos sus caprichos sin oponer una sóla queja… le idolatra. Su existencia no tendrìa ningún sentido si él no le usara hasta saciarse. Es el papel elegido en la obra maestra; está consagrada hasta la última fibra en complacer sus afanes compartidos.
Antes, tuvo miedo del olvido, de quedar igual que una hoja seca, abadonada allí, sin vida; pero los años han mostrado lo inútil de sus temores. El tiempo, libre de piedad, vira en una brisa suave, cada vez más y más a su favor, aliado de sus deseos, empuja la embarcación hasta un puerto seguro, sigue la ruta de la calma… señal inequívoca de haber entregado a nadie sus sueños, de aceptar su propia renuncia, sin su voz, con la máscara digna de un soberano, dulsificando así la estrechez de su reino. Ella se da cuenta, le conoce mejor que él mismo, ha sentido, siendo amada, su ímpetu juvenil. De la etapa madura conserva una impresión magnífica, allí, sobre el mismo escritorio en que le ha estado esperando. Enciende la luz. A ella la deposita sobre el madero y con la confianza de quien domina y presencia un antiguo oficio, sin torpezas, comienza a desnudarse despacio, pensando cada nueva caricia, cada frase dicha y entregada al oído. Ella sinte sus espacios siendo abarcados por humedades vivas venidas de una arcilla moldeable, negada a secar. Penetrando profundamente, esparciéndose en su piel con la sensación de mil truenos, su alma de papel naufraga… Percibe el momento en que los ojos de él enrojecen ante el calor de sus recuerdos; la piel, a fuerza de latidos revienta en gruesas gotas. El birome sobre el escritorio, obedeciendo al impulso creador esparce la roja tinta a través del madero que le sostiene. Ella prepara su mezcla para absorberlo todo, evitando desdibujarse y quedar convertida en ruinas circulares y polvo de arena. Inundado su vientre al límite… implosiona. La sangre brota en pasión brutal conservando hasta la muerte el silencio… que germina… en una larga historia que habla a nadie.
L’Aura Baig